UNTITLED

Corría el año de 1956. Lima no era la de ahora, aquella era la época del bolero y la fina galantería.

El espíritu inquieto de un muchacho menudo y delgado, hacía del trabajo duro un juego de niños. Él estaba en el ejército por el servicio militar obligatorio y se encargaba de cuidar a los caballos.

En el brazo derecho lleva tatuado el escudo de su división, el cual luce con orgullo. Recuerda que tuvo que incinerar su verde uniforme cuando la amenaza del terrorismo llegó a Concepción, el lugar donde nació.

Probablemente no haya estado en el campo de batalla, sin embargo tuvo que aprender a manejar un arma de fuego y a afinar la puntería para sobrevivir y hacer frente al enemigo, cuando fuese necesario.

Cuando miro las fotografías en blanco y negro, él parece un niño parado erguidamente vistiendo el uniforme y saludando para la cámara.

Solía pasear por el jirón de la Unión, miraba las vitrinas de las tiendas y me gustaba bailar en los bares con las muchachas en mis días de franco, recuerda.

Ya en el cuartel; se despertaba al alba, arreglaba su camarote y se preparaba para desempeñar sus labores. Todos los cabos comían sus alimentos en el comedor, las conversaciones estaban plagadas de bromas, recuerdos de la familia, de la tierra que espera su regreso y la melancolía por ese amor, del cual solo se guarda el retrato.

Estar al servicio de la nación lo hincha de patriotismo a uno, sin embargo te aleja de la familia y te cambia el carácter, confiesa.

Pero con los nietos, especialmente conmigo, tuvo mucha paciencia; fue capaz de soportar berrinches y travesuras de infantes; a veces tiernos, a veces insolentes.

Cada vez que uno de nosotros llega a visitarlo, nos repite que estamos creciendo rápidamente y él cada vez se hace más viejo, un viejito bandido y con mucha energía. Sí ese viejito, al que llamamos cariñosamente "cachaquito", es mi abuelo.

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