EL AMAUTA
La primera vez que fui a visitar a José Carlos Mariátegui a su casa, el ya no vivía ahí. Me llevó mi imperante curiosidad. Una curiosidad que solo podía ser satisfecha con verlo y conocerlo. Entré a la casa, crucé los angosto pasillos y me topé con el iluminado patio, en donde, según cuentan, Mariátegui tomaba el sol y veía a sus hijos jugar. Luego me perdí en las habitaciones y cuando llegué por fin a la memorable sala roja de la casa, lo vi. Estaba sentado y a su lado estaba su esposa, lucía una leve sonrisa y tenía los ojos achinados. Lo pude ver en todas las fotografías colgadas en la pared de aquella sala, pues solo quedan eso, sus fotografías.
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